
| Pág nº 01 | Verano en la ciudad
Por Ferran Pedret
| Pág nº 23
Por Aladino Cordero | Pág nº 23
Cuatro de enero de 1945
Que efímera es la vida cuando te das cuenta que merece la pena vivirla.
Perdonen la licencia y voy a los hechos reseñables.
Según pone de manifiesto una receta firmada por el médico del S.O.E. (Seguro Obligatorio de Enfermedad), nací el 3 de enero de 1945 en el dedo corazón de la mano derecha, a la altura de la tercera falange, y a lo dicho en la receta añado yo, que la mano era del pescadero del barrio y lo de la falange una premonición.
El día 16 de enero, en el observatorio meteorológico del Retiro llegó a registrarse una temperatura mínima de -10º C. Menciono este dato para que se hagan una idea del invierno que nos toco en suerte.
Un crudo invierno que resultó primordial para que durante mi relativa corta vida gozase de una salud de hierro. Sin embargo un inesperado acontecimiento vino a situar en zona peligros a lo que podía haber sido una placentera existencia. Y la culpable, una forastera llamada Penicilina.
Pero, no adelantemos acontecimientos.
Mi padre, dueño del dedo donde nací, había sido un próspero comerciante, y su establecimiento, ubicado en el barrio más rico de la ciudad, era centro exclusivo para las familias más ricas del barrio más rico, donde se vestían a la moda con las novedades que importaba de París.
Tan ricas y nobles personalidades eran su mundo.
Su hermano mayor era maestro de la República y en aquel momento no tenían mucha relación. Cuando las cosas cambiaron tuvieron unas intensas y efímeras vivencias. Con el paso del tiempo lo recordaría en una simbiosis mental que mezclaba nostalgia y miedo. Ahora mantiene lo más en secreto que puede tanto el parentesco con el maestro de la República como su anterior actividad comercial.
Diversas variables se aunaron para que su negocio fuera incapaz de soportar la crisis de posguerra. Se vio obligado a un cambio de rumbo comercial y trasladó su actividad empresarial a un barrio de los suburbios donde se especializó en la venta de pescado al pormenor.
Ya sin recursos económicos, había despedido a los empleados de la tienda de moda. Solo en el nuevo destino, él mismo se encargaba cada día de manipular la mercadería.
Para salvaguardar unos días el pescado disimulando el hedorcillo que acompañaba a un tiempo de viaje desde el mar hasta la tienda, más el preciso para su venta, cada mañana conducía su motocarro hasta la fábrica de hielo donde adquiría una barra que luego picaba hasta convertirla en pequeños trozos con los que cubría el pescado para preservarlo lo más fresco posible.
En esta zona de la ciudad donde se había asentado, las cosas se decían por su nombre, nada que ver con la sofisticación y vacuidad de su anterior destino.
Arquetipo de no andarse por las rama será una de sus clientas habituales, la Coreana, que no era coreana aunque su físico apuntara que podría serlo, y además hablaba raro, no como los que somos de aquí. Un día dijo:
-¿Cómo puede decir que es fresco este pescao. No ve que está podre?
-Sí, está podrido pero frío. Menudo fresco, replicaba Lola la Pechuga señalando al pescadero.
Mi padre se limitaba a despachar como si no oyera nada, concentrado en su quehacer mientras silbaba de medio lado sin emitir sonido alguno, empujando ráfagas de aire caliente que se convertían en vapor al contacto con el ambiente de la pescadería.
Las otras insistían
- Ay madre, no se para que pone hielo, con el frío que hace aquí.
- Es para congelar el olor, concluía la Pechuga.
Eran muy exageradas, y no tenían compasión de mi padre que hacía todo lo posible por conservar lo mejor posible aquel pescado que a él no le llegaba en las mejores condiciones.
Estas pláticas corrosivas y otras similares me resultaban muy entretenidas.
Un día mi padre dijo que estaba desesperado y repitió visita al médico del Seguro. Las manos aún le olían a pescado, ese agradable olor que forma parte de mi ser y que tengo grabado con mis primeros recuerdos. En cambio el médico no pudo disimular un gesto de desagrado cuando le cogió la mano que le mostraba mi creador. Le volvió a repetir la cantinela que ya le había soltado otras veces.
- Ya se lo he dicho. Para los sabañones la mejor medicina es la Flor de Primavera.
- Si, doctor, pero eso no lo venden en la farmacia.
- Afortunadamente, caballero. Solo nos faltaba que el boticario nos cobrase el cambio de estaciones.
- Pues que quiere que le diga. Si consiguiese quitarme estos picores sería capaz de pagarle por suprimir el invierno.
A continuación escuché al médico por primera vez aquel terrible nombre que amenazaba con cercenar mi existencia:
- A ver si tenemos suerte y nos llega pronto. Por la información que tengo, cuando la penicilina esté aquí adiós a los sabañones.
No cabe duda, cuando nombró a los sabañones lo hacía en forma de despedida. Sé estaba refiriendo a mí y a mis hermanos. Desde ese momento fui consciente de la infinita levedad de ser sabañón.
Luego le dio unos consejos: que hay que tener paciencia, que la penicilina aún tardaría en llegar y más para estos casos, teniendo en cuenta que para los más graves era casi imposible conseguirla como no fuese con el estraperlo y eso estaba al alcance de pocos.
Yo estaba muy triste cuando salimos de la consulta del médico, seguramente porque mi padre también lo estaba y yo dudaba entre alegrarme o no por lo que iba a tardar en llegar esa penicilina que a él le iría bien a costa de mi inmolación.
Llevaba la mano apartada del cuerpo como con miedo a rozarla con la ropa. De pronto, le vino un repente y con la otra mano comenzó a frotar fuertemente los dedos donde estábamos instalados mis hermanos y yo. Sentía que me removía y me aplastaba contra la pared roja que me rodeaba. Dentro de mi aturdimiento pude acertar a oír a mi padre que decía:
- ¡No aguanto más! Ni flor de primavera ni leches. No aguanto más ¡Prefiero el dolor a este picor!
En esto había llegado ya a la fonda donde se alojaba. Cuando la posadera le preguntó qué le había dicho el médico aún no había superado el ataque de picor y por eso contestó en tono irascible.
- Calle Remedios, coño, calle. Esto pica más que nunca en la vida. Y el médico lo de siempre: lo mejor Flor de Primavera.
La posadera quiso aportar su solución a toro pasado.
- Haberle dado jarabe de palo para que no se ría más.
El se tranquilizó un poco
- Perdone Remedios. He perdido la calma. Y no creo que el médico lo haga con mala intención.
- No ya lo veo que intención pone poca. Así no se cura una enfermedad.
- Tampoco exagere. Esto no es una enfermedad. Son sabañones.
El sobresalto fue tal, que aún sin tener corazón propio, inconscientemente provoqué que se moviese más de prisa el de mi padre. Me consideraban una enfermedad. Bueno, mi padre no. La guarra de la posadera. Este lenguaje lo aprendí en la pescadería.
Nunca me cayó simpática aquella mujer. Y eso que era con la única que el pescadero podía hablar. Ella le comprendía cuando le contaba cosas de su anterior ocupación y se entusiasmaba imaginando aquellas telas maravillosas y esas señoras de la alta sociedad que esperaban el consejo de mi padre para vestirse y ser la envidia en las fiestas más importantes.
Aquella insinuación de relacionarme con la enfermedad, fue un duro choque de realismo que en ocasiones te depara la vida. Inmediatamente intuí que no podía ser nada bueno. Menos mal que mi padre no me considera una enfermedad. Y al fin y al cabo, si molesto un poco, es lo normal porque, que para eso están los hijos, para molestar, según lo oí decir un día a Lola la Pechuga.
Así fue pasando el tiempo. Llego la primavera y el verano del 45 que pasé en una somnolencia de la que no recuerdo nada. También pasó el otoño sin mucho cambio; el invierno de 1946 también fue muy crudo porque como cada año en las conversaciones de la pescadería se decía este es el peor invierno de la historia, y el médico al examinarme durante las visitas de mi padre a la consulta, me llamaba sabañón recalcitrante porque según él siempre volvía puntual.
Lo realmente duro vino en el invierno del 47. Ya había pasado el letargo de la primavera, del verano, ya entrado el invierno había vuelto a oír todas las rutinas de la flor de primavera, de que la penicilina solo se consigue en el estraperlo, de... en esto sonó el timbre de la fonda. La posadera se sobresaltó. Al timbre solamente llamaban los desconocidos. Los clientes tenían llave.
Entraron dos tipos muy altivos, uno de traje ajado y el otro con una camisa nueva de color azul. A mi padre de pronto se le fueron los picores. Reconozco que eso me alivió a mi también, porque si dejaba de molestar, cuando llegase la penicilina no iría contra mi. Pero fue todo muy fugaz. Pronto volví a integrarme en el ser de mi padre que estaba muy pálido y sin picores ni dolores en la mano.
Es usted el pescadero? Le salió un hilillo de voz apenas perceptible: sí.
El de la camisa azul estaba muy ufano y al tiempo que daba un fuerte manotazo en la mesa que remató con un taconazo en el suelo le gritó:
-A ver cojones! Habla claro maricón ¿eres el pescadero?
Seguía sin salirle la voz y mirándole con ojos asustados cabeceó afirmativamente mientras miraba al falangista y luego al del traje ajado.
La posadera tenía sus contactos y consiguió al día siguiente ver al pescadero en la cárcel de Carabanchel. Le enseñó un recorte de periódico que venía a decir que gracias a un policía ejemplar y a un patriota se había podido detener a un peligroso masón que se hacía pasar por pescadero y que preparaba acciones subversivas que por suerte fueron atajadas por la actitud valerosa de dos patriotas que pusieron en peligro sus vidas para salvar a España.
El pescadero miró con pena pero agradecido a la posadera que se arriesgaba por ir a verlo en esas circunstancias propicias para todo menos para ganarse amigos en el régimen que campaba a sus anchas.
Le dijo a la buena mujer que recordaba como pocos años antes en esta cárcel se despidió de su hermano, el maestro de la República, que le agradeció esa última visita después de tanto tiempo sin verse. El maestro le dijo: no te preocupes hermano. Son tiempos difíciles pero otros verán tiempos mejores recogiendo nuestra semilla. No desfallezcas.
Cuando todavía no era pescadero, a través de un cliente de muy buena posición, consiguió llegar a entrevistarse con un gerifalte del nuevo régimen tratando de sacar a su hermano de la cárcel. El pescadero no abrió la boca, toda la iniciativa de la gestión la dejó en manos de su amigo.
-Mi coronel, le pido por el hermano de mi amigo. Es buena persona. Integro, honrado, buen maestro...
El militar se mostró firme.
-¡Y republicano! Rojo, amigo mío. Esas buenas personas son las peores. Son mal ejemplo para incautos que les pueden seguir en sus fechorías. Ellos son los causantes de haber llevado a España al abismo de donde la rescató el Caudillo.
El coronel, a petición de su amigo común tuvo la generosidad de dejar a mi padre despedirse por última vez de su hermano el maestro.
Después de recordar con la posadera ese pasaje de su vida que vivió en la misma cárcel donde ahora estaba, se despidió de ella. Estaba abatido y ya no tenía capacidad para estar triste. Pensó que seguramente no iba a poder ver el próximo partido de su Real Madrid republicano contra el Atlético de Aviación franquista que ese año 47 pasó a llamarse Atlético de Madrid. Su Madrid que había ganado dos ligas y la última copa que se jugó durante la República y que ahora en 1947 estaba luchando para no bajar a segunda división. En cambio el Atlético de Aviación dirigido por oficiales de la aviación franquista que había bombardeado Madrid y que jugaba en segunda durante la República, ahora iban de gallitos en primera.
Yo le entendía solamente cuando hablaba. Pero ahora, en aquella soledad pensaba tan fuerte y con tanta intensidad que era como si hablara. Estábamos fundidos en una misma mente, aunque él de mí solo percibía picores y no lo que yo estaba pensando. Es todo muy extraño, con mis hermanos, si es que existían jamás me comuniqué, en cambio de él lo sabía todo. Me interrumpió en estas reflexiones su pensamiento otra vez tan intenso que me llegó en el momento que se decía a sí mismo:
Lo que son las cosas, mi hermano por ser maestro, yace en alguna cuneta perdida, a mí ya me han avisado que comparezco mañana ante el Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo, ¿que más me podrá pasar en tan poco tiempo?
De todo esto yo iba sacando en conclusión que mi peligro ya no era la forastera, que mi suerte estaba ligada a la de mi portador y que la ventaja de todo lo que estábamos viviendo era que con tantas preocupaciones a él ya no le molestaban mis picores, yo ya no tenía miedo a la penicilina y que estaba a punto de cerrar mi diario descubriendo que los sabañones por recalcitrantes que seamos tenemos un incierto limitado futuro literario y físico y que por unos momentos nos estábamos integrando en un conjunto apacible pero respetando el pensamiento de cada uno, al menos yo el suyo porque del mío él no estaba enterado, y yo concluía el diario con el pensamiento de mi padre recordando aquella vida de la alta costura ya tan lejana y aquellas charlas con sus compañeros masones, incluido el que le acompañó a ver al coronel que ahora estaba en la celda de al lado también esperando comparecer ante el Tribunal.
No le faltó tiempo para recordar con cierta ternura a la pescadería donde yo nací, y que cuando perdió su tienda de alta costura, la había puesto en marcha porque aquella gente estaba mal alimentada y por falta de potasio podían tener problemas y eso estaba pensando cuando sonó una voz que gritaba su nombre para conducirlo al Tribunal de la Represión que juzgaba a buenas personas porque para la patria eran un mal ejemplo.
La casualidad hizo posible que pueda cerrar mi diario con un pasaje que me afectó en lo más hondo de mi ser y del suyo. El coche que nos conducía al Tribunal de Represión pasó por delante de la pescadería cerrada y en la que había un cartel que decía INCAUTADO. Vi a la Coreana delante de la pescadería mirar el cartel con lágrimas en los ojos y de pronto se puso como fuera de si agitando en el aire sus dos puños mientras con rabia gritaba: ¡Viva el pescao! ¡Viva el pescao!
Los viandantes que pasaban a su lado en ese momento salieron despavoridos oliéndose que aquello era algo subversivo, y a uno de los que huían estuvo a punto de atropellarle el coche en el que íbamos al Tribunal. Lo que viene después ya es otra historia que me temo no voy a poder contar, más por falta de tiempo que de espacio.
Veintidós de enero de 1947
Por Aladino Cordero | Pág nº 23
DIARIO DE UN SABAÑÓN RECALCITRANTE
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