
| Pág nº 01 | Verano en la ciudad
Por Ferran Pedret
| Pág nº 16
Por Pilar Rodriguez | Pág nº 16
Llegó a la ciudad con sus padres y dos hermanos, siendo un niño. Huían del hambre que pasaban en la Tierra de Campos todos los que como ellos no eran dueños de las tierras.
Pudo asistir a la escuela unos años y aprendió a escribir –aunque con faltas de ortografía- y a leer -aunque no de corrido-.
Esos escasos conocimientos y la influencia de uno de sus tíos, hermano de su madre, que salió del pueblo al mismo tiempo que sus padres y que hizo carrera en la policía, le ayudaron a conseguir trabajo en la cárcel.
Su tío le quería mucho y desde que murió su padre –cuando él contaba seis años- estuvo pendiente de que siguiera el buen camino. Era buen amigo del director de la prisión.
Empezó a trabajar en el mes de julio. El día que se presentó en el trabajo le recibió un señor de uniforme que a él, que entonces tenía 17 años, le pareció que podía ser un general. El jefe del servicio le presentó a los que iban a ser sus compañeros, le entregó su ropa de trabajo e indicó a un subalterno que le enseñase las instalaciones y le instruyese. Era un edificio antiguo de ladrillo rojo con las paredes recién encaladas y amplios ventanales con barrotes, que inundaban de luz los pasillos. La temperatura, al amparo de las amplias paredes y del cercano río, era muy agradable.
Durante el recorrido, el subalterno le explica en qué consistirá su trabajo y a que se destina cada una de las salas. En esa planta están las celdas de los reclusos. En la planta alta están las salas de trabajo y desde allí se puede contemplar el Sotillo, el río y más allá las huertas de guisantes que tienen fama de ser los mejores de España. En el sótano están las cocinas, los comedores y la sala de juegos y lectura. Todo el edificio rodea un amplio y soleado patio.
El primer contacto con las instalaciones y la semana de aprendizaje le sirven para familiarizarse con el lugar y adquirir la disciplina para desarrollar su trabajo.
Los días previos ha estado asustado pensando cómo será la gente que está presa. Descubre que son gente normal. Hay carteristas, estafadores y, salvo dos acusados de asesinato, ninguna condena de mucha importancia. Los presos estudian o trabajan en la cárcel, salen al patio, hacen ejercicio, juegan a las cartas, a veces se pelean. Así pasan los días.
Al salir del trabajo va con frecuencia a ver a su tío. Se sientan a la mesa y su tío saca dos vasos y una botella de vino de la que solo le pone un poco. Le cuenta cómo ha ido el día, si han tenido algún conflicto. Su tío le escucha, hace algún comentario y siempre le da algún consejo: que sea comprensivo, que se porte bien con los presos, que les ayude –en lo posible- a llevar su cautiverio, que un revés en la vida lo puede tener cualquiera, que lo peor que le puede pasar a un hombre es perder la libertad.
Así pasan un rato hasta que cae la tarde y emprende el camino hasta la casa baja con huerto en la que vive con su madre y en la que, con el paso de los años, creará su propia familia y criará a sus hijos.
Una tarde su tío, más serio de lo que en él es costumbre, le dice: hijo, las cosas se están poniendo feas, se avecinan malos tiempos. Se oye que algunos militares se están organizando para levantarse contra el Gobierno. Aquí mismo hay un grupo de falange que ha empezado a manifestarse un día sí y otro también. Se dice que tienen una lista negra. Si me pasa algo, cuida de la familia y sobre todo de tu madre y no te signifiques. Eres un gran chaval y sé que serás un buen hombre.
Esa tarde se marcha preocupado por la conversación con su tío. Ya ha escuchado en la cárcel comentarios de los presos sobre que se estaba preparando un golpe militar pero no prestó atención.
Llega a casa oscurecido y su madre –como cada día- le espera en la puerta. Raro en ella, está muy callada. Durante la cena no le pregunta por el trabajo ni le habla de los problemas de los vecinos. Su madre también está preocupada por los rumores sobre el golpe.
Nada más cenar se mete en la cama y hasta que se duerme escucha a su madre con el trajín de recoger la concina.
Cada día antes del amanecer suena el despertador. Se tira de la cama. Su madre le tiene preparado el barreño con agua caliente. Se asea, desayuna y, pedaleando, va al trabajo.
Aquel día no es la rutina de un día más. A media mañana llega un camión cargado de jóvenes gritones, chulos, todos con camisa azul.
Ese día y el siguiente son un ir y venir de gente interesándose por aquellos jóvenes, hijos de conocidas familias de la ciudad. Delante de la cárcel se reúnen grupos de diferentes bandos que suelen acabar en peleas.
Por aquellos días cuando oscurece la ciudad se queda vacía como si el miedo se hubiese apoderado de ella.
Los jóvenes del camión salen de la cárcel cuarenta y ocho horas después de entrar. Lo hacen gritando consignas contra el Gobierno.
A la semana siguiente empiezan a llegar otros presos. Obreros, campesinos, estudiantes. También llega su tío.
No entiende que su tío –policía- esté entre los presos. El tío le da ánimos. No te preocupes, le dice, pronto saldré.
Las celdas se van llenando. Cambian los directivos y los mandos. A los que todos conocían porque son vecinos de la ciudad les sustituyen militares venidos de no se sabe dónde.
Se acaban las salidas de los presos al patio, la higiene, las lecturas, los juegos y las comidas dignas de tal nombre.
Aquellas paredes encaladas se van oscureciendo a fuerza de manchas de los cuerpos faltos de fuerza y sobrados de dolor –cuerpos entre la vida y la muerte- cuando los dejan tras los interrogatorios.
Los cristales se van rompiendo y se sustituyen por tableros que apenas dejan pasar luz. El frío, la humedad, los piojos, el hambre y el hacinamiento se suman a las palizas a los presos. Es la indignidad.
Las celdas son insuficientes para acoger a tantos presos. Les atan como a animales en argollas colocadas en las gélidas galerías. Allí pasan días y noches hasta que otros dejan hueco en alguna celda.
Aquel lugar se ha convertido en un infierno en el que los hombres gritan, sangran, lloran por ellos, por sus compañeros, por sus familias.
La guerra recientemente comenzada llega a la ciudad.
En las cercanías se escuchan bombardeos y disparos. La gente huye y la ciudad se queda casi vacía.
Cada anochecer los carceleros sacan a algunos presos de sus celdas y cada amanecer resuenan disparos en las tapias que dan al río. Primero disparos seguidos, luego uno a uno. Luego silencio.
Pregunta por su tío a mandos y compañeros y nadie le da razón. No quiere aceptar que alguno de los tiros de la tapia haya sido para acabar con su vida.
Cada día recuerda las palabras de su tío diciéndole que respete a los presos, que deben vivir su situación con dignidad.
¿A quién le importa la dignidad de aquellos hombres? A la mayoría no les visita nadie. No tienen medicinas ni ropa de abrigo. No tienen más que hambre, piojos, pulgas y dolor.
Él también se va haciendo gris, confundiéndose con aquellas paredes. Odia aquel lugar lleno de dolor del que casi nadie se acuerda.
Acude a personas de la ciudad que se apiadan de la situación de los presos y le dan medicinas que hace llegar a los más enfermos. Todos están solos y todos están enfermos.
Algunos presos le piden ayuda para poder escribir a su familia. Pide en las librerías papel, sobres y lápices o los compraba con su escasa paga. Cuando le entregan la carta algunos besan el papel. ¿Cuántas de esas cartas serán de despedida? Guarda la carta entre sus ropas y, de camino a casa, va a correos pone el sello –que casi siempre paga él- y la deposita en el buzón.
La guerra termina. Pasan los años peores y llegan los años malos.
En los años peores muchos presos desaparecen en las sombras del amanecer, otros mueren en las celdas y algunos salen de allí para ir a otro infierno, el de los trabajos forzados.
En 1940 –en los años peores- llega un preso que pide un cuaderno y un lápiz. No se lo darán así que esa tarde me acerco a la papelería de la calle Mayor y pido si me pueden dar un cuaderno. Digo que ha llegado un preso que quiere un cuaderno y un lápiz. Les extraña que no pida hojas y sobres para que los presos escriban cartas pero me dan un cuaderno con muchísimas hojas y dos lapiceros. Al día siguiente se lo llevo. Su cara se ilumina cuando lo ve. Me sonríe y me da las gracias.
En los dos meses que ese hombre está preso allí, hasta que lo trasladan a otra cárcel, siempre escribe. Le llevo más cuadernos.
El día que se marcha me da la mano y dentro un papel doblado en varias partes. Me da las gracias. Cuando estoy solo y lo abro leo las pocas líneas escritas.
En casa lo guarda en el cajón de su ropa de donde algunas noches lo sacará y la leerá.
Pasan los años peores y con la llegada de los años malos llegan presos nuevos: comunistas, socialistas, anarquista, sindicalistas y hasta curas. Siguen las palizas, las torturas el hambre y el frío. Pero ya no sacan a los presos de las celdas al anochecer ni se escuchan los tiros en la tapia al amanecer.
Jamás supo algo del paradero de su tío.
Forma su familia y sigue viviendo en la casa baja con huerta en la que vivió con sus padres desde que llegaron del pueblo. Su familia compensa la visión de tanto horror y de tanto sufrimiento con los que convive cada día. Gracias a ellos su vida no se seca como un sarmiento.
Pasan muchos años hasta que vuelve la luz. Ya no llegan presos políticos. Llegan otros presos: ladrones, estafadores, asesinos que viven la prisión con dignidad, como tantas veces le dijo su tío. Le recuerda a cómo era la prisión cuando llegó a aquel trabajo hace ya tanto tiempo.
Cada día de todos esos años piensa en buscar otro trabajo y cada día desiste haciéndose la ilusión de que con un trozo de papel y un lápiz hace algo más llevadera la vida de los presos.
Cada día de todos esos años piensa –y desea- que llegue el día de la jubilación.
Cada día de todos esos años piensa –y se promete- que cuando llegue la jubilación se sentará en la trasera de su casa con su hermoso huerto y sus árboles frutales y nunca más saldrá de allí.
Cuando se lo dijo a su mujer y ella se río ¿Cómo te vas a pasar el resto de tu vida sentado en el huerto y sin salir de casa?
Es el último día de trabajo. Han pasado cuarenta y ocho años desde que cruzó la puerta de la cárcel por primera vez.
Se despide uno por uno de todos sus compañeros. Quedan pocos de su generación, aquellos que llegaron sabiendo leer y escribir malamente. Ahora casi todos los funcionarios son jóvenes con formación universitaria y con ilusión de ascender en el escalafón. Buenos chicos y respetuosos con los veteranos.
El guardia civil de servicio abre la pesada y ruidosa verja. Se saludan, como cada día, llevando sus dedos a la frente a modo de saludo militar. Sale.
Cruza la calzada y se para a echar una última mirada al imponente edificio de ladrillo, recién rehabilitado, donde ha pasado tantos años de su vida. Se queda un rato parado. Por su cabeza pasan las imágenes de tantos hombres que sufrieron y murieron en aquella cárcel. Se da la vuelta y, con los ojos llenos de lágrimas, comienza lentamente el último camino a casa.
Nunca más cruzará aquella puerta que tanto sufrimiento ha encerrado.
Llega a casa una hora más tarde de lo habitual.
Buenas tardes dice a su mujer, que cose algún encargo y a su hija que estudia. De fondo se escucha la radio.
Se quita el uniforme, se ducha, se pone un viejo pantalón en el que no se adivinaba el color, una camisa desgastada por tantos lavados y unas bambas sin cordones. Vestido de hogar sale al huerto.
Cae la tarde de un día ansioso de la lluvia que no llega hace más de dos meses. Desde donde se encuentra ve el sol inmenso hundiéndose en un horizonte naranja, matizado por la neblina de la evaporación de ese caluroso septiembre.
Deposita sus cansados huesos sobre la silla de enea, medio desvencijada, que durante años cada tarde le esperó bajo el emparrado. Estira las piernas, enlaza sobre su regazo las manos de venas azules y deja que sus ojos, de intenso mar sumergido en profundas simas, sigua la puesta de sol.
Sin moverse le llega la noche. Su mujer y su hija le observan desde el gran ventanal que separa la casa de la huerta. Saben que si en algún momento consigue un poco de sosiego que calle a sus fantasmas, es viendo atardecer desde el huerto.
No quieren interrumpirle pero está llegando el fresco del Otero y la humedad del cercano río y va a coger frío. Cuando su mujer se acerca para decirle que está preparada la cena, se sobresalta.
Luego cenaré, le dice.
Lentamente estira brazos y piernas, bosteza y desentumece su cuerpo. Se levanta, mira a su mujer y su hija y sin mediar palabra entra en la casa. Ni siquiera dirige una mirada a la cena preparada sobre la mesa de la sala.
Se dirige al dormitorio y recoge la ropa de trabajo. Dos camisas de manga larga y dos de manga corta, dos calzoncillos largos y dos cortos, dos pares de calcetines de lana y dos pares de algodón, dos uniformes compuestos por chaquetilla -con las iniciales de la institución- y pantalón, una zamarra de cuero forrada de paño, dos gorras, unas gruesas botas de cuero con la puntera reforzada y unos zapatos.
Mientras va haciendo un montón, recuerda aquellos primeros uniformes de paños bastos que sólo dejaban de picar después de muchos lavados.
Con todo bajo el brazo sale del dormitorio. Al pasar por el comedor coge el mechero y el tabaco que están sobre la mesa. Entonces si mira la cena. Le gustan los guisos que prepara su mujer.
Con el hatillo bajo el brazo sale al huerto, deja el mechero y el tabaco sobre la silla en la que antes estuvo sentado, se arrodilla en el suelo y coloca en un montón toda la ropa de trabajo. Enciende un cigarro, le da una amplia calada que llena sus maltrechos pulmones. No pienso dejar de fumar, se dice.
Se sienta en la silla y, con movimientos controlados propios de la disciplina aprendida en cuarenta y ocho años de trabajo, acerca el mechero al montón de ropa y le prende fuego. Un escalofrío recorre su cuerpo. Se queda allí terminando el cigarro y contemplando la fogata que de vez en cuando aviva removiendo con el pie.
Su mujer se acerca y pone una chaqueta de lana sobre sus hombros mientras su hija observa desde el ventanal.
Es noche cerrada y la luna, desde su espalda, ilumina el imponente monumento religioso obra de un artista local. Contempla las luces de la ciudad donde, siendo un niño, llegó con sus padres campesinos que huían de la miseria.
A sus pies se van apagando los rescoldos y ruega a algún ser superior, que nunca le ha dado señales de su existencia, que cuando se apague la hoguera se lleve los olores y los gritos que habitan en su cabeza. Se lleve los recuerdos que ahora pasan por delante de sus ojos como dicen que pasa la vida delante de las personas cuando les llega la muerte.
Recuerdos de hombres derrotados y abatidos que después de tantos años siguen despertándole muchas noches.
También recuerda al hombre que le pidió un cuaderno y un lapicero. Se levanta y va a la habitación. Abre un cajón y saca el papel que le dio aquel hombre el día que le trasladaban a otra prisión.
Recuerda que era un hombre muy moreno, alto, muy delgado y muy enfermo. Tosía mucho y siempre tenía frio. Apenas probaba la escasa comida que le daban.
Recuerda que le llevó una manta que pidió a su madre y cuando podía le llevaba medicinas. Recuerda que se alegró mucho por él cuando se enteró que le trasladaban a una prisión de su calurosa tierra. Allí no pasaría frio.
Antes de que le sacasen de la celda le llamó. Hijo gracias por los cuadernos y los lapiceros, le dijo. Le dio la mano y dentro de ella un papel en el que había escritas unas pocas líneas.
Las leyó y guardó el papel.
Ahora se levanta, va al dormitorio, abre un cajón y saca aquel papel. Vuelve a la huerta se sienta y lo lee a la escasa luz que queda de las ascuas, aunque no le hace falta luz porque lo sabe de memoria.
“No, no hay cárcel para el hombre.
No podrán atarme, no.
Este mundo de cadenas
Me es pequeño y exterior”
Después del verso una frase: “Eres un buen joven. No permitas que las penalidades que aquí ves hagan de ti un mal hombre”. Y su nombre: Miguel Hernandez.
Recuerda que muchos años después de que aquel hombre le entregase este pequeño papel escuchó a sus hijos que, haciendo los deberes, pronunciaban el nombre escrito en él. Les preguntó quién era el hombre del que hablaban y ellos le contestaron que un gran poeta. Sintió orgullo de haberle dado cuadernos y lapiceros para que escribiese sus poemas y haber estrechado la mano que los escribió.
Es ya noche cerrada. Cierra los ojos y siente que le inunda una paz que no había sentido nunca.
Acaba de empezar su nueva vida que pasará sentado en su huerto.
Hoy es el día de su liberación.
Pilar Rodriguez. Agosto 2020
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Liberación
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