
| Pág nº 01 | Verano en la ciudad
Por Ferran Pedret
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© Francisco Pérez Fernández | Pág nº 02
Doña Eulalia, la señora del tercero izquierda, estaba muy mayor. Soltera de toda la vida, porque se empeñó en ser moderna cuando no tocaba, estudió para enfermera y anduvo, desde la posguerra, exhibiendo título y galanura por la mitad de los hospitales de Madrid. Coqueta ella, aunque no pudiera tirar ya de las piernas, se estuvo pintando la raya del ojo hasta el mismo día en que, por intercesión de unos sobrinos, quedó ingresada en una residencia. Dos meses después, lavada la cara, el tercero izquierda ya estaba alquilado a unos turistas austriacos. Nunca supo Doña Eulalia en qué había terminado ese piso de sus desvelos que se enorgullecía de haber pagado sin ayuda de nadie, “peseta sobre peseta”. No lo supo porque falleció al año y pico de despedirse de él entre pucheros y congojas, creyendo la muy ilusa que el exilio sería temporal. Y los sobrinos, visto el negocio, no tardaron en cederlo a una inmobiliaria que lo remodeló a todo lujo. Hasta aire acondicionado y parabólica le pusieron. De suerte que los austriacos dejaron paso a los alemanes, a los suecos, a los ingleses…
Así que, de turno en turno, Don Roque, el propietario del tercero derecha, harto de tanto trajín y cachondeo, decidió cortar por lo sano porque aquello de la fiesta permanente al otro lado del cabecero de la cama no era vida y, faltando el sol de Doña Eulalia, la convivencia se había tornado imposible. Y es que Don Roque, cajero de banco jubilado, viudo nada menos que desde la década de 1970, cuando a su Engracia se la llevó por delante el cáncer de esófago, era un señor de los de antes. Serio, educado, pleno de urbanidad, amigo de sus amigos y poca broma. No es que estuviera para especiales cuidados, que aún tenía cuerda, pero su único hijo, considerando la mala fortuna que había venido a amargar la vejez de su progenitor, le encontró acomodo en el adosado familiar de San Chinarro. Así, ocurrió que al poco tiempo la inmobiliaria ya tenía dos pisos en el vecindario y el trajín de turistas arreció.
En estas, con media comunidad de vecinos al borde del sofoco, ocurrió que Don Cosme y Doña Nati, los propietarios del local que albergó durante toda la vida una tienda de ultramarinos tan bien puesta que gusto daba verla, se jubilaron. Cierto es que quisieron traspasarla para irse de la casa con pocos ruidos y mucha consideración, pero ni modo. Quién iba a querer ese negocio demodé existiendo supermercados enormes en los que nadie saluda a nadie, todo viene envuelto en celofanes de buen lustre, y no hacen falta explicaciones… El hecho es que, birlí-birloque, los ultramarinos se transmutaron en un local de copas con mucho reguetón y buen rollo que cerraba a las tres de la mañana, especialmente en las fiestas de guardar, aunque hubiera visita policial inútil de por medio para cubrir expediente.
Para remate los del segundo centro, un matrimonio que vivía en Santander desde hacía décadas y solo utilizaba la vivienda para visitas esporádicas a la Capital, ya mayores y con pocas ganas de trasiego, decidieron soltar amarras para siempre. Total, sus hijos vivían allí y nada les ataba al querido Chamberí de la juventud, con lo que el procesionar de guiris meones y borrachines se multiplicó por tres. Fue la gota que colmó el vaso. Efecto dominó.
La diáspora ya no tuvo fin: Doña Rosa, la maestra viuda del cuarto izquierda, que no aguantaba ya tanto escándalo y además, cosas de la edad, necesitaba del ascensor que unos cuantos tercos se empeñaron en no poner; Don Fermín y Doña Carmen, el matrimonio mayor del ático, militar retirado él, siempre muy señorona y emperifollada ella; Don Eustaquio, el electricista del bajo B, un soltero sesentón y simpático que había estado un montón de años trabajando en Francia y contaba anécdotas divertidísimas; Don Julián, el propietario de la ruinosa ferretería que alguien transformó en un engendro llamado “gastrobar” que siempre andaba a rebosar de milenials resabiadísimos… De suerte que todos los vecinos del ayer fueron reemplazados inexorablemente por una cohorte de estudiantes que nunca estudiaban (tal vez entre resaca y fiestuqui), de turistas escandalosos, y de parejas acomodadas con seis perros, mucho énfasis en los reglamentos de uso comunitario, y ningún hijo que les insuflara algo de sentido común.
Sería por eso que una mañana de primavera, aburrido de tanta novedad odiosa, al salir para el trabajo, Don Francisco, el profesor universitario del segundo derecha, último veterano de una comunidad extinta que antaño fuera amable, ese hombre grandote que estaba casado con la aparejadora rubia (sí, esa que era tan agradable) y tenía dos hijos, salió de casa con un cartel enorme bajo el brazo. Uno de esos que se compran en el chino de la esquina para anunciar la compra-venta de propiedades.
Quiso el destino que, justo en el último descansillo, a pocos metros del portal, se topara con el melifluo gestor de la inmobiliaria, que había quedado con unos franceses para enseñarles el que fuera piso de Doña Juanita y Don Esteban, ahora también transformado en inmueble turístico (que para eso había quedado ya el país, para epicentro mundial de los concursos de paellas). Cómo odiaba Don Francisco a aquel tío que personificaba tanto disgusto, tantas noches toledanas, tantos recuerdos extraviados, tanto negocio perverso y tanta “Marca España“ de las narices. Tanto que, de buena gana, habría tratado de escabullirse para no tener que dirigirle la palabra. Pero, mala suerte, la escalera era tan estrecha que invitaba a cualquier clase de diálogo por indeseado que fuera.
-Buenos días. –El de la inmobiliaria. Rijoso.
-Buenos…
-¿Vende o alquila usted su piso? Lo digo por el cartelón…
Don Francisco no respondió. Solo tiró para el portal y se entretuvo un minuto en colgar con mimo el misterioso cartel tras el vidrio de la puerta de acceso al inmueble. Luego, como era su costumbre, echó pie a la calle silbando.
El de la inmobiliaria, intrigado, no pudo evitar volver sobre sus pasos para leer el dichoso llamado. Igual sí vendía y, visto como empezaba a crecer el mercado por culpa de esos que los estudiados llamaban gentrificación, una oportunidad, era siempre una oportunidad. Ya sabía él que no caía muy bien al pajarraco del segundo derecha, que se lo había dejado clarísimo en la última junta de propietarios, pero en su experiencia todo el mundo estaba dispuesto a dialogar al olor del dinero fresco. De modo que salió a la calle, presto a echar un vistazo al intrigante anuncio. Casi tuvo que pugnar por hacerse espacio entre el grupo de transeúntes curiosos que se apelotonaban ya en la acera. El mensaje era escueto:
“Vendo barrio. Razón: mis cojones”.
© Francisco Pérez Fernández
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Gentrificación
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El Alto Comisionado surge del compromiso del Presidente del Gobierno con la resolución de la lacra de la pobreza infantil. Se crea con el objetivo de coordinar las actuaciones y políticas con el fin de luchar contra la pobreza infantil y la desigualdad y tiene las siguientes funciones:
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